Una lectura provisoria, una palabra vertiginosa, un quijotexto: aproximaciones y devaneos en torno al Quijote
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Date
2008Author
vera Ossina, Christian Pablo
Velásquez Guzmán, Mónica (Tutor)
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Para iniciar esta exploración quijotesca es imprescindible dar algunas vueltas alrededor de las manías de Alonso Quijano, que es al final de cuentas dar vueltas alrededor de nuestras propias manías de lectores subsumidos en las tramas circulares quijotescas. Por tanto es importante arrancar este deseo de leer imaginando a Quijano leyendo, es decir, atravesando letra a letra el extraño polvo de páginas y páginas. Amarillentas páginas. Páginas alumbradas por la tenue luz de una candela que traspasa la espesura de la noche, mientras todos duermen y descansan del horno y del arado, mientras todos se arrojan a las sustancias voluptuosas del sueño, Alonso lee. Se trata de un insomne lector crónico que mastica letras, que devora párrafos, que carcome libros, que disecciona personajes, que deambula en laberintos ficcionales, con su disfraz de “viejo, seco, enjuto”. Esta es la clave de su aventura: leer.Alonso, astillero, adarga, aldea son cuatro palabras móviles sobre las que gravita el inicio de esta empresa lectora. Estas cuatro palabras sostienen el remolino ficcional que empieza a girar, a demoler y simultáneamente a imaginar y a instaurar abismos. Alonso, los ratos que estaba ocioso, se entrega habitar el ámbito lineal que surcan los relatos de caballería. Se empapa de sus desvaríos, de los mecanismos que instaura su fantasía, de toda esa pátina resbalosa que bordea y se cultiva en la lecto-locura. Alonso traga el polvo añejo que duerme en la superficie de las hojas, de la tinta. Alonso palpa incluso la curvatura de la caligrafía de los textos y cree. Instaura su fe literaria. Ya en los textos busca desentrañar las íntimas “entrincadas razones” que le abundan, que se envuelven como una maraña de intestinos inasibles, que le alimentan y que, a su vez, le agotan. El ingenioso lector Alonso compulsivamente levanta la cabeza del texto y es en esta mecánica que bulle el núcleo de su lectura . Alonso en el instante que separa la cabeza del texto escucha los ecos de la ficción y regresa a él cargado de insumos que detonan zonas textuales transformando las palabras en dinamitas poéticas. Abandona el texto donde se cifra las vicisitudes de su inagotable deseo de leer y vuelve a él para transformarlo, para trastocarlo y sobre esos cimientos construye la más arriesgada empresa de lectura. Espacio en el que el leer se traduce en una empresa excéntrica. No se trata de especular con los detalles de una intriga menor. Detrás de la “historia” de este obsesivo lector –precisamente en el obturado ámbito de sus sombras– se encuentra cifrada y ficcionalizada la mecánica que constituye el tuétano equívoco y esquivo de la literatura: el sentido. Bajo el orden de esta obsesión se teje una matriz desde las entrañas mismas del delirio y sobre ella es que se han montado todos los mecanismos del leer. Mecanismo que ostenta la fractura infranqueable entre las palabras y las cosas.Desde el inicio de la novela todo se sumerge en un particular caos, disparatado, excéntrico y desastroso. Don Quijote transita en los meandros de La Mancha de debacle en debacle, de caída en caída. Pero, en el epicentro de este caos, matizado con los tintes de la derrota (“la moral de la derrota”, dice Juan José Saer) también se derrocha sentido en exceso y todo rebosa de una pátina de espesos significados. En este ámbito donde todo se desmorona y, a la vez, todo se resignifica y se reconstituye el Quijote –como novela– recurre al mecanismo de lo sublime dentro del marco móvil de la parodia. Todo se eleva a instancia épica. En este registro narrativo se imprime un halo de eternidad al instante. En este ámbito ficcional un famélico y escuálido rocín irradia Rocinante; una aldeana rudimentaria, de gestos torpes y que exuda aromas de fritangas y exhala olores de ajos, se descubre en el espejo quijotesco como la espiritual y halada Dulcinea. El Quijote en su aventura caótica, disparatada, excéntrica enciende los insumos de una escandalosa combustión donde arden y sudan los signos quijotescos.El sentido en el Quijote lo pervierte todo, lo enmohece todo, lo envuelve todo, lo traspasa todo. No hay palabra, no hay coma, no hay párrafo, ni intención quijotesca que se libre del corrosivo ácido del sentido. El sentido lo subsume todo a los rigores y a los garabatos de su agresivo mandato. Sin embargo, en el Quijote el gobierno del sentido palpa su impotencia.